Sala de espera y una habitación compartida


Por Carol J. Angel
(27/12/2011)

Se me debe de haber caído en uno de los rincones de su casa, de esa casa deshabitada ya hace bastante tiempo y dejada al olvido por sus familiares. Julián y yo solíamos sentarnos cada tarde en el muro que daba a la casa de al lado. Nos sentábamos allí, una vez terminábamos los deberes para la escuela. Él solía llevar siempre en el bolsillo izquierdo de su pantalón corto, una colombina que su Madre le regalaba cada vez que terminaba a tiempo sus tareas. A él no le gustaban mucho las colombinas de fresa, esas me las daba a mí, por eso mi día favorito eran los miércoles. Él era mi único mejor amigo y yo era su única mejor amiga. 

Un día de verano, ya cansados de trepar siempre al mismo muro -llevábamos más de 2 años con esta sádica rutina- y de esperarnos a ver el atardecer, decidimos correr hacia la última casa que nuestra vista alcanzaba a divisar. Calculábamos que estaba a más o menos veinte minutos del muro, eso caminando a buen paso, y fue preciso ese día en que también, a María Estefanía y Lucía Escobar, nuestras vecinas lejanas -a las que apenas las veíamos pasar y a las que sólo respondíamos a su saludo batiendo nuestras manos- que se les ocurrió la misma idea.
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(23/12/2011)Por Carol J. Angel
Son tus raíces 
las que juegan con las cartas del destino

Mientras ella
fijando su mirada en el periódico de la mañana
y el vecino del 306
revolviendo su taza de café con los bizcochos
que Manuela Hernández dejó hace dos semanas

Ambos en sincronía no anticipada
levantan la mirada